Me reencarne en Inglaterra
Después de un corto intervalo en la región de los muertos, hube de entrar nuevamente en escena reencarnificándome en Inglaterra. Ingresé al seno de la ilustre familia Bleler y se me bautizó con el piadoso nombre de Simeón.
Con el florecer juvenil me trasladé a España movido por un anhelo íntimo de retornar a América. Así trabaja la Ley de la Recurrencia.
Obviamente no está demás decir que se repitieron en el espacio y en el tiempo las mismas escenas, idénticos dramas, similares despedidas, etc. etc. etc., incluyendo como es natural el viaje a través del borrascoso océano.
Intrépido salté a tierra en las costas tropicales de Sur América, habitadas entonces por diferentes tribus. Explorando tales o cuales regiones selváticas habitadas por bestias feroces, llegué al valle profundo de nueva Granada, a los pies de las montañas Monserrate y Guadalupe; hermoso país gobernado por el Virrey Solís.
Es incuestionable que por esos tiempos, de hecho comenzaba a pagar el karma desde los años del marqués. Entre estos criollos de la Nueva España, indudablemente resultaban inútiles mis esfuerzos por conseguir algún trabajo bien remunerado. Desesperado por la mala situación económica ingresé como un simple soldado raso en el ejército del soberano; por lo menos allí encontré pan, abrigo y refugio.
Sucedió que un día festivo muy de mañana, las tropas de su majestad se preparaban para rendir honores muy especiales a su jefe y por ello se distribuían aquí, allá y acullá, realizando maniobras con el propósito de organizar filas.
Todavía recuerdo a cierto sargento mal encarado y pendenciero que revisando a su batallón daba gritos, maldecía, pegaba, etc. etc. etc. De pronto, llegándose ante mí me insultó gravemente porque mis pies no se hallaban en correcta posición militar, y después observando detalles minuciosos de mi chaqueta, alevoso me abofeteó.
Lo que sucedió luego no es muy difícil de adivinar; nada bueno se puede esperar jamás de un boddisattwa caído. Sin reflexión alguna, torpemente, clavé mi acerada bayoneta sanguinaria en su aguerrido pecho. El hombre cayó en tierra herido de muerte, gritos de pavor por doquier se escuchaban, mas yo fui astuto y aprovechando precisamente la confusión, el desorden y el espanto escapé de aquel lugar perseguido muy de cerca por la soldadesca bien armada.
Anduve por muchos caminos rumbo a las escampadas costas del océano Atlántico, se me buscaba por doquier y por ello evitaba siempre el paso por las acabalas dando muchos rodeos a través de las selvas.
En los caminos carreteables que bien pocos eran en aquellos tiempos, pasaban a mi lado algunos carruajes arrastrados por parejas de briosos corceles; en tales vehículos viajaban gentes que no tenían mi karma, personas adineradas.
Un día cualquiera a la vera del camino, cerca a una aldea, hallé una tienda humilde y en ella penetré con el ánimo de beber una copa, quería animarme un poco. ¡Atónito, confundido, asombrado! quedé al descubrir que la dueña de ese negocio era Litelantes. ¡Oh! yo la había amado tanto y ahora la encontraba casada y madre de varios hijos. ¿Qué reclamo podía hacer?, pagué la cuenta y salí de allí con el corazón desgarrado.
Continuaba la marcha por el sendero, cuando con cierto temor puedo verificar que alguien viene tras de mí: el hijo de la señora, una especie de Alcalde rural. Tomó la palabra aquel joven para decirme: "De acuerdo con el artículo 16 del Código del Virrey está usted detenido". Inútilmente traté de sobornarle; aquel caballero bien armado me condujo ante los tribunales y es obvio que después de ser sentenciado hube de pagar muy larga prisión por la muerte del consabido sargento.
Cuando salí en libertad caminé por la riberas salvajes y terribles del acaudalado río Magdalena, ejerciendo muy duros trabajos materiales doquier tuviese la oportunidad. Como nota interesante, debo decir que la esencia de ese alcalde por el cual hube de pasar tantas amarguras encerrado en una inmunda mazmorra, retornó con cuerpo femenino; es ahora una hija mía; por cierto que ya hasta madre de familia es, me ha dado algunos nietos.
Antes de su reingreso interrogué en los mundos suprasensibles a esa alma; le pregunté sobre el motivo que le inducía a buscarme por padre, me respondió diciendo que tenía remordimiento por el mal que me había causado y que quería portarse bien conmigo para enmendar sus errores. Confieso que está cumpliendo su palabra. En aquella época me establecí en las costas del océano Atlántico después de infinitas amarguras kármicas, repitiendo así todos los pasos del insolente marques Juan Conrado. Lo mejor que hice fue haber estudiado el esoterismo, la medicina natural, la botánica.
Los aborígenes de aquellas tierras tropicales me brindaron su amor agradecidos por mi labor de galeno; les curaba siempre en forma desinteresada. Algo insólito sucede cierto día; se trata de la espectacular aparición de un gran señor venido de España. Ese caballero me narró sus infortunios. Traía en su nave toda su fortuna y los piratas le seguían. Quería un lugar seguro para sus ricos caudales. Es evidente que fraternalmente le brindé consuelo y hasta le propuse abrir una cueva y guardar en ella sus riquezas. El señor aceptó mis consejos no sin antes exigirme solemnemente juramento de honradez y lealtad.
Con la fragancia de la sinceridad y el perfume de la cortesía entrambos nos entendimos. Después di órdenes a mi gente, un grupo muy selecto de aborígenes; estos últimos entreabrieron la corteza de la tierra. Hecho el hueco metimos allí con gran diligencia un baúl grande y una caja más chica, conteniendo morrocotas de oro macizo y ricas joyas de incalculable valor.
Mediante ciertos exorcismos mágicos logré el encantamiento de la joyosa guardada como dijera don Mario Rozo de Luna, con el propósito de hacerla invisible ante los desagradables ojos de la codicia.
El caballero de marras me remuneró muy bien, haciéndome generosa entrega de una rica bolsa con monedas de oro y luego se alejó de esos lugares haciéndose a sí mismo el propósito de volver a la Madre Patria para traer de allí a su familia, pues deseaba establecerse señorialmente en estas bellas tierras de la Nueva España.
El reloj de arena del destino jamás está quieto; pasaron los días, los meses y los años y aquel buen hombre jamás regresó; tal vez murió en su tierra o cayó victima de la piratería que entonces infestaba los siete mares, no lo sé.
Existen casos sensacionales en la vida, cierto día en mi presente reencarnación, estando lejos de esta mi tierra mexicana, platicaba sobre dicho asunto con cierto grupo de hermanos gnósticos entre los cuales descollaba por su sabiduría el maestro Gargha Kuichines (Julio Medina V.), fue entonces cuando recibí una tremenda sorpresa, vi con místico asombro cómo el Soberano Comendador Gargha Cuchines se levantaba para afirmar en forma enfática mis palabras.
El citado maestro nos informó que él personalmente había visto escrito tal relato en dorados versos. Nos habló de un viejo libro polvoriento y lamentó haberlo prestado. ¡Válgame Dios y Santa María!, pero si yo jamás sabía de tal tratado.
Viejas tradiciones nos dicen que muchas gentes de estas costas del Caribe estuvieron buscando el tesoro de Bleler. Curioso es que aquellos nobles aborígenes que antes enterraron tan rica fortuna estén nuevamente reincorporados formando el grupo del S.S.S. Así trabaja la Ley de la Recurrencia.
Recuerdo claramente que después de aquella mi borrascosa existencia con la sobredicha personalidad inglesa, fui constantemente invocado por esas personas que se dedican al espiritismo o espiritualismo. Querían que les dijese cuál era el lugar donde se encontraba guardado el delicioso dorado; codiciaban el tesoro de Bleler; empero, es evidente que fiel a mi juramento en la región de los muertos jamás quise entregarles el secreto.
Doctrina Gnóstica develada por Samael Aun Weor
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