Julio Cesar
Fui Julio Cesar hoy Samael Aun Weor. Traspasado de angustia, sin vanagloria alguna, en estado de alerta novedad, conservo con energía el viviente recuerdo de aquella mi reencarnación romana conocida con el nombre de Julio César.
Entonces hube de sacrificarme por la humanidad estableciendo el escenario para la cuarta subraza de esta nuestra quinta raza raíz.
¡Válgame Dios y Santa María!, si algún error muy grave cometí en aquella antigua edad, fue haberme afiliado a la orden de la Jarretera; empero, es obvio que quisieron los dioses perdonarme.
Encumbrarse hasta las nubes sobre sus amistades no es en verdad nada fácil y sin embargo es evidente que lo logré sorprendiendo a la aristocracia romana.
Al relatar esto no me siento engreído, pues bien sé que solo al yo le gusta subir, trepar al tope de la escalera, hacerse sentir, etc. Cumplo con el deber de narrar y esto es todo.
Cuando salí para las Galias rogué a mi bella esposa Calpurnia que al regreso enviase a mi encuentro a nuestros dos hijos.
Bruto se moría de envidia recordando mi entrada triunfal en la ciudad Eterna; empero parecía olvidar adrede mis espantosos sufrimientos en los campos de batalla.
El derecho de gobernar aquel imperio ciertamente no me fue dado regalado; bien saben los divinos y los humanos lo mucho que sufrí.
Bien hubiera podido salvarme de la pérfida conjura si hubiese sabido escuchar al viejo astrólogo que visitaba mi mansión. Desafortunadamente, el demonio de los celos torturaba mi corazón; aquel anciano era muy amigo de Calpurnia y esto no me gustaba mucho.
En la mañana de aquel día trágico, al levantarme del lecho nupcial, con la cabeza coronada de laureles, Calpurnia me contó su sueño: había visto en visión de noche una estrella cayendo de los cielos a la tierra y me advirtió rogándome que no fuera al Senado. Inútiles fueron las súplicas de mi esposa.
¡Hoy iré al Senado! respondí en forma imperativa. Acuérdese que hoy una familia amiga nos tiene invitados a una comida en las afueras de Roma; usted aceptó la invitación -replicó Calpurnia. No puedo asistir a esa comida objeté. ¿Vais entonces a dejar esa familia aguardando? Tengo que ir al senado.
Horas más tarde, en compañía de un auriga marchaba en un carro de guerra rumbo al Capitolio del Águila Romana. Bien pronto llegué allí entre los vítores tremendos de las enardecidas multitudes. ¡Salve Cesar!, me gritaban.
Algunos notables de la ciudad me rodearon en el atrio del Capitolio; respondí preguntas, aclaré algunos puntos, etc. De pronto, en forma inusitada aparece ante mí el anciano astrólogo, aquel que antes me había advertido sobre los tistilos de marzo y los terribles peligros; me entrega con sigilo un pedazo de pergamino en el cual están anotados los nombres de los conjurados. El pobre viejo quiso salvarme mas todo fue inútil, no le hice caso; además me encontraba muy ocupado atendiendo a tantos ilustres romanos.
Después, sintiéndome invencible e invulnerable, con una actitud cesárea que me caracterizaba, avancé rumbo al Senado por entre las columnas olímpicas del Capitolio. Mas ¡ay de mí!, los conjurados tras esas heroicas columnas me acechaban; el acerado filo del puñal asesino desgarró mis espaldas.
Acostumbrado a tantas batallas, instintivamente traté de empuñar mi espada, más siento que me desmayo, veo a Bruto y exclamo: ¿Tú también, hijo mío? Luego... la terrible parca se lleva mi alma.
Pobre Bruto... el yo de la envidia le había devorado las entrañas y el resultado no podía ser otro. Dos encarnaciones más tuve en la Roma augusta de los Césares y luego muy variadas existencias
con magnífico dharma en Europa durante la edad media y el Renacimiento.
Doctrina Gnóstica develada por Samael Aun Weor
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