Nací recordando mis vidas

Samael aun weor mama nin oNací (Samael Aun Weor) recordando todas mis pasadas reencarnaciones. En nombre de la verdad debo aseverar solemnemente que yo nací recordando todas mis pasadas reencarnaciones y jurar esto no es un delito. Soy hombre de conciencia despierta.

Antaño, cuando los mares estaban infestados de buques piratas, hube de pasar por una tremenda amargura. Entonces el boddisattwa del Angel Diobulo Cartobu estaba reencarnado.

No está demás enfatizar que aquel ser poseía cuerpo femenino de espléndida belleza. Es ostensible que yo era su padre. Desafortunadamente y en malhadada hora, la cruel piratería que no respetaba vidas ni honras, después de asolar el poblado europeo donde muchos ciudadanos morábamos en paz, secuestró a las hermosas del lugar, entre las cuales es claro que estaba mi hija, doncella inocente de los tiempos idos.

A pesar del terror de tantos aldeanos yo conseguí valientemente y poniendo en peligro mi propia vida enfrentarme al alevoso capitán de la corsaria nave. ¡Saque usted a mi hija de entre ese infierno donde la ha metido y le prometo que yo sacaré su alma de entre el infierno donde ya está metida! Tales fueron mis dolorosas exclamaciones.

El temible corsario mirándome fieramente se apiadó de mi insignificante persona y con imperativa voz me ordenó aguardara un momento. Yo vi con ansiedad infinita al filibustero tornando a su nave negra; entiendo que supo burlar astutamente a sus despiadados lobos de mar; lo cierto es que momentos después me devolvía a mi hija.

¡Válgame Dios y Santa María!, pero quién iba a pensar que después de varios siglos habría de reencontrar al ego de ese temible corsario reincorporado en un nuevo organismo humano. Una noche de grandes inquietudes espirituales le reencontré gozoso entre el selecto grupo de aspirantes a rosacruces. Aquel viejo corsario parlaba también el idioma inglés y hasta me manifestó haber viajado mucho, pues fue marino de una empresa naviera norteamericana.

Aquella amistad resultó sin embargo un fuego fatuo, una llamarada de petate, pues bien pronto hube de verificar plenamente que tal hombre, a pesar de sus místicos anhelos, continuaba en sus transfondos más íntimos como antiguo corsario vestido a la moderna.

Cualquier día de tantos concertamos una cita metafísica trascendental, en el S.S.S. de Berlín, Alemania. Ésta fue para mí una experiencia relativamente nueva, pues ciertamente hasta entonces no se me había ocurrido todavía realizar el experimento de la proyección voluntaria del Eidolón, empero sabía que podía hacerlo y por ello me atreví a aceptar tal cita.

Con entera claridad recuerdo aquellos momentos solemnes en que me convirtiera en espía de mi propio sueño. En acecho místico aguardaba el instante de transición existente entre vigilia y sueño; quería aprovechar ese momento de maravillas para escaparme del cuerpo físico. El estado de lasitud y las primeras imágenes ensoñativas fueron suficientes para entender en forma íntegra que el
ansiado momento había llegado.

Me levanté de la cama en instante de estar dormitando, se produjo el desdoblamiento astral, la separación muy natural del Eidolón. Con ese brillo muy singular del cuerpo astral me alejé de todos aquellos contornos anhelando llegar al templo de Berlín. Ostensiblemente hube de viajar deliciosamente sobre las procelosas aguas del océano Atlántico.

Flotando serenamente en la radiante atmósfera astral de este mundo llegué a las tierras de la vieja Europa y de inmediato me dirigí a la capital de Francia. Anduve silente como fantasma por todas esas viejas calles que otrora sirvieran de escenario a la Revolución Francesa. De pronto algo insólito sucede; una onda telepática ha llegado a mi plexo solar y siento el imperativo categórico de entrar en una preciosa morada.

En modo alguno jamás me pesaría haber traspasado el riquísimo umbral de tan noble mansión, pues allí tuve la inmensa dicha de hallar a un amigo de mis pasadas reencarnaciones. Dichoso flotaba aquel compañero, sumergido en el ambiente fluídico astral, fuera del cuerpo denso que yacía dormido en el perfumado lecho de caoba.

En el tálamo nupcial dormía también el cuerpo físico delicioso de su bienamada; el alma sideral de esta última, fuera de su receptáculo mortal, compartía el gozo mirífico de su esposo y flotaba. Y vi dos tiernos infantes de espléndida belleza, jugando felices entre el encanto mágico de aquella morada. A mi antiguo amigo saludé y también a su Eva inefable, mas los niños se espantaron con mi inusitada presencia.

Parecióme mejor salir por ahí, por esas calles de París, y mi amigo no rechazó la idea; platicando juntos nos alejamos de la mansión de las delicias. Caminamos despacito, despacito, por todas esas calles y avenidas que van desde el centro hasta la periferia.

En las afueras de aquella gran urbe le propuse a quema ropa, como se dice por ahí, visitáramos juntos el templo esotérico de Berlín Alemania; el iniciado aquel declinó muy amablemente la invitación objetando que tenía esposa e hijos y por ello sólo quería concentrar su atención en los problemas económicos de la vida. Con gran pesar me alejé de aquel hombre despierto, lamenté que pospusiese su trabajo esotérico.

Suspendiéndome en la luz astral de las maravillas y prodigios, pasé por encima de unos vetustos murallones antiquísimos. Dichoso viajé a lo largo del tortuoso camino que en forma serpentina
se desenvolvía aquí, allá y acullá.

Embriagado de éxtasis llegué hasta el templo de las paredes transparentes; la entrada a aquel lugar santo era ciertamente muy singular. Vi una especie de parque dominguero, lleno todo con plantas bellísimas y flores exquisitas que exhalaban un álito de muerte. En el fondo extraordinario de aquel jardín encantador resplandecía solemne el templo de los esplendores.

Las enrejadas puertas de hierro que daban acceso al precioso parque del santuario, a veces se abrían para que alguien entrase, a veces se cerraban. Todo aquel conjunto delicado y maravilloso, resaltaba iluminado con la inmaculada luz del espíritu universal de vida.

Ante el Sancta Sanctorum hallé dichoso a muchos nobles aspirantes de diversas nacionalidades, pueblos, lenguas. Místicas almas que durante aquellas horas en que el cuerpo físico duerme, movidas por la fuerza del anhelo habíanse escapado de la densa forma mortal para venir hasta la Sancta.

En estado de bienandanza anduve aquí, allá y acullá, buscando al atrevido filibustero que osado me pusiera tan tremenda cita. En muchos grupos irrumpí preguntando por el consabido caballero de marras, mas nadie supo darme respuesta alguna. Comprendí entonces que aquel antiguo pirata no había cumplido la palabra empeñada; ignoraba los motivos, me sentía defraudado.

Silente resolví acercarme hasta la gloriosa puerta del templo de la sabiduría; quise penetrar dentro del lugar santo, mas el guardián me cerró la puerta diciéndome: "Todavía no es hora, retírate...". Sereno y comprendiéndolo todo, me senté gozoso en la simbólica piedra, muy cerca al portal del misterio. En esos instantes de plenitud me autoobservé en forma íntegra; ciertamente yo no soy un sujeto de psiquis subjetiva; nací con la conciencia despierta y tengo acceso al conocimiento objetivo.

¡Cuán bello me pareció el cuerpo astral! (resultado espléndido de antiquísimas tranmutaciones de la líbido). Recordé a mi cuerpo físico que ahora yacía dormido en la remota lejanía del mundo occidental, en un pueblo de América. Autoobservándome cometí el error de confrontar a los vehículos astral y físico; por tales comparaciones perdí el éxtasis y regresé instantáneamente al interior de mi densa envoltura material.

Cuando severamente pregunté al viejo filibustero sobre el motivo por el cual no fue capaz de cumplir con su palabra, no supo darme una respuesta satisfactoria. Treinta y cinco años transcurrieron desde aquella época en que ese viejo lobo de mar y yo concertáramos tan misteriosas cita.

Allende el tiempo y la distancia, aquel extraño personaje era ya tan solo un recuerdo escrito entre las empolvadas páginas de mis viejos cronicones. Empero, confieso sin ambages que después de tantos años hube de ser sorprendido con algo insólito. Una noche de primavera, hallándome ausente de la densa forma perecedera, vi al Señor Shiva (el Espíritu Santo), mi Sacra Mónada Super-individual, con la semblanza inefable del Anciano de los Días.

Amonestaba el Señor con gran severidad al viejo corsario de los mares; es incuestionable que el cuerpo físico de éste último, a esas horas de la noche yacía dormido entre el lecho. Anhelante quise intervenir como tercero en discordia. El Viejo de los Siglos en forma categórica me ordenó quietud y silencio.

Antaño, el pirata aquel me había devuelto a mi hija, le había sacado del infierno donde él mismo le había metido. Ahora mi Real Ser Samael bregaba por libertarle, por emanciparle, por sacarle de los Mundos Infiernos.

Doctrina develada por Samael Aun Weor

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