Inquietudes

Vamos a platicar un poco sobre las inquietudes del Espíritu; ante todo se necesita comprensión creadora…

Lo fundamental en la vida es llegar realmente a conocerse a sí mismo: ¿de dónde venimos, hacia dónde vamos, cuál es el objeto de la existencia, para qué vivimos?, etc., etc., etc. Ciertamente, aquella frase que se puso en el frontispicio del Templo de Delfos es axiomática: «Homo, Nosce Te Ipsum» (Hombre, conócete a ti mismo… y conocerás el Univer­so y a los Dioses.).

Conocerse a sí mismo es lo fundamental; todos creen conocerse a sí mismos, cuando real­mente no se conocen. Así que, es necesario llegar al pleno conocimiento de sí mismos; esto requiere incesante autoobservación, necesita­mos vernos tal cual somos.

Desafortunadamente, las gentes admiten fácilmente que tienen un cuerpo físico, mas cuesta trabajo que comprendan su propia psicología, que la acepten en forma cruda, real. El cuerpo físico, aceptan que lo tienen porque pueden verlo, palparlo, mas su psicología es un poco distinta, un poco diferente. Ciertamente, como no pueden ver su propia psiquis, como no pueden tocarla, palparla, para ellos es algo vago que no entienden.

Cuando alguna persona comienza a obser­varse a sí misma, es señal inequívoca de que tiene intenciones de cambiar; cuando alguien se observa a sí mismo, cuando se mira a sí mismo, nos está indicando que se está volviendo diferente a los demás.

Es de los distintos eventos de la existencia de donde podemos nosotros sacar el material psíquico, necesario para el despertar de la Conciencia. En relación con las personas, ya sea en la casa, ya sea en la calle, en el campo, en la escuela, en la fábrica, etc., los defectos que llevamos escondidos afloran espontáneamente, y si estamos alertas y vigilantes, como el vigía en época de guerra, entonces los vemos; defecto descubierto, debe ser comprendido íntegramente, en todos los niveles de la mente.

Si pasamos, por ejemplo, por una escena de ira, tendremos que comprender todo lo que sucedió. Supongamos que tuvimos una pequeña riña; tal vez llegamos a algún almacén, pedimos algo y el empleado nos trajo otra cosa que nosotros no habíamos pedido; entonces nos irritamos ligeramente… «Señor, le decimos, pero si yo he pedido esta cosa y usted me trae tal otra. ¿No se da cuenta usted que estoy de afán, que no puedo perder el tiempo?» He allí una pequeña riña, un pequeño disgusto; es obvio que necesitamos comprender qué fue lo que pasó…

Si llegamos a la casa, debemos de inmediato concentrarnos, profundamente, en el hecho sucedido, y si ahondamos en los motivos profundos que nos hicieron actuar de esa manera, y en esa forma de regañar al empleado o al mo­zo, porque no nos trajo lo que habíamos pedido, venimos a descubrir nuestra propia autoimportancia, es decir, nos hemos venido a creer muy importantes. Obviamente ha habido, en nosotros eso, que se llama «engreimiento», «orgullo», «irritabilidad».­

He allí la impaciencia, he allí varios defec­tos: la impaciencia es un defecto, el engreimiento es otro defecto; la autoimportancia, sentirnos muy importantes, es otro defecto; el orgullo, sentirnos muy grandes y ver con des­precio al mozo que nos está sirviendo, he allí otro defecto; todos esos defectos nos hicieron comportar en forma inarmónica.

De paso hemos descubierto varios Yoes que deben ser trabajados, comprendidos; habrá que estudiarse a fondo lo que es el Yo del en­greimiento, habrá que comprenderlo totalmen­te, habrá de analizársele; habrá de estudiarse a fondo lo que es el Yo del orgullo; habrá de estudiarse a fondo lo que es el Yo de la autoimportancia; habrá de estudiarse a fondo lo que es el Yo de la falta de paciencia, lo que es el Yo de la ira.

En un grupo de Yoes, cada uno debe ser comprendido, analizado, es­tudiado por separado. Tenemos que aceptar que detrás de ese pe­queño e insignificante suceso, se esconde un grupo de Yoes, y que éstos, naturalmente, están activos. Hay que estudiarlos por separado; dentro de cada uno de ellos está embotellada la Esencia, es decir, la Conciencia; entonces hay que desintegrarlos, aniquilarlos, reducirlos a polvareda cósmica.

Para desintegrarlos, ten­dremos que concentrarnos en la Divina Madre Kundalini, suplicándole, rogándole que los reduzca a polvo; pero primero hay que comprender el defecto (supongamos la ira) y luego, después de haberlo comprendido, rogarle a la Divina Madre que lo elimine; lo mismo des­pués de comprender la impaciencia, después de comprender la autoimportancia, etc., su­plicarle a ella que elimine tal error.

¿Por qué nos creemos importantes, si noso­tros no somos más que míseros gusanos del lodo de la tierra? ¿En qué basamos nuestra autoimportancia, en qué la fundamentamos? Pues realmente no hay basamento para nuestra autoimportancia, porque nada somos; cada uno de nosotros no es más que un vil gusano del lodo de la tierra.

¿Qué somos ante el Infinito, ante la Galaxia en que vivimos, ante esos millones de mundos que pueblan el espacio sin fin? ¿Para qué sentirnos autoimportantes? Así, analizando cada uno de nuestros defectos, los vamos compren­diendo, y defecto que vayamos comprendiendo, debe ser eliminado con la ayuda de la Divina Madre Kundalini. Es obvio que habrá que su­plicarle a ella, habrá que rogarle elimine el defecto que uno vaya comprendiendo.

En una escena toman parte varios Yoes; pongamos otra escena, una de celos por ejem­plo; incuestionablemente, es grave que en una escena de celos entren también varios Yoes. Si un hombre encuentra de pronto a su mujer hablando con otro hombre, en forma muy quedita, ¿qué le hará sentir eso? Sentirá celos, posiblemente que sí, y le formará pelea a la mujer. Es claro que si observamos esa escena, veremos que allí hubo celos, ira, amor propio, varios Yoes: el Yo del amor propio se sintió herido, los celos entraron en actividad, la ira también.

Cualquier escena, cualquier acontecimiento, cualquier evento, debe servirnos de base para el autodescubrimiento; en cualquier evento, ve­nimos a descubrir que tenemos dentro de nosotros mismos varios Yoes; eso es obvio. Por todos estos motivos, se necesita que nosotros estemos alertas y vigilantes, como el vigía en época de guerra; es indispensable el estado de alerta percepción, de alerta novedad. Si no procedemos en esa forma, la Conciencia continuará metida dentro de los agregados psíquicos que en nuestro interior cargamos y no despertaríamos jamás.

Tenemos que comprender que estamos dor­midos; si la gente estuviera despierta, podría ver, tocar, palpar las grandes realidades de los mundos superiores; si las gentes estuvieran despiertas, recordarían sus existencias pasadas; si las gentes estuvieran despiertas, verían la Tierra tal como realmente es. Ustedes no están viendo la Tierra, tal como es; las gentes de la Lemuria sí veían el mundo como es; sabían que el mundo tiene nueve dimensiones (por todo, diríamos) y siete fundamentales.

Veían el mundo en forma multidimensional; en el fuego percibían a las Salamandras o criaturas del fuego; en las aguas percibían a las criaturas acuáticas, a las Ondinas; en el aire, eran claros para ellos los Silfos y dentro del elemento tierra veían a los Gnomos. Cuando levantaban los ojos hacia el infinito, podían percibir a otras humanidades planetarias; los planetas del espacio eran visibles para los anti­guos, en forma distinta, pues veían el aura de los planetas y también podían percibir a los Genios Planetarios.

Pero cuando la Conciencia humana quedó enfrascada dentro de todos esos Yoes o agregados psíquicos que constituyen el mí mismo, el yo mis­mo, el Ego, entonces se durmió; ahora se procesa en virtud de su propio condicionamiento.

En tiempos de la Lemuria cualquier perso­na podía ver, por lo menos, la mitad de un «Holtapannas»; un Holtapan­nas equivale a cinco millones y medio de tonalidades del color. Cuando la Conciencia quedó metida entre el Ego, los sentidos dege­neraron; en la Atlántida ya tan sólo se podía percibir un tercio de las tonalidades del color, y ahora apenas sí se perciben los siete colores del espectro solar y unas pocas tonalidades.

Las gentes de la Lemuria eran diferentes; para ellos las montañas tenían alta vida espiritual; los ríos, para ellos, eran el cuerpo de los Dioses; la Tierra entera era perceptible para ellos, en forma diferente; eran otro tipo de gentes, diferentes, distintas. Ahora la humani­dad, desgraciadamente, ha involucionado es­pantosamente; por estos tiempos, la humanidad está en un estado de caducidad, y si no nos preocupamos nosotros por autodescubrirnos, por conocernos mejor, continuaremos con la Conciencia dormida, metida entre todos los Yoes que llevamos en nuestro interior.

Los psicólogos, normalmente, creen que tenemos un solo Yo, y nada más. En la Gnosis se piensa diferente; en la Gnosis sabemos que la ira es un Yo, que la codicia es otro Yo, que la lujuria es otro Yo, que la en­vidia es otro Yo, que el orgullo es otro Yo, que la gula es otro Yo, etc., etc., etc. Virgi­lio, el Poeta de Mantua, el autor de «La Eneida», decía que «aunque tuviéramos mil lenguas para hablar y paladar de acero, no alcan­zaríamos nosotros a enumerarlos cabalmente», (¡son tantos!). ¿Y dónde vamos a descubrirlos? Solamen­te en el terreno de la vida práctica se hace po­sible el autodescubrimiento.

Cualquier escena callejera es suficiente para saber cuántos Yoes entraron en actividad. Cualquiera que entre en acción, hay necesidad de trabajarlo para comprenderlo y desintegrarlo; sólo por ese camino se hace posible liberar la Conciencia; sólo por ese camino es posible el despertar.

A nosotros nos debe interesar, primero que todo, el despertar, porque mientras continue­mos así como estamos, dormidos, ¿qué podemos saber de los Misterios de la Vida y de la Muerte?, ¿qué podemos saber de lo real, de la verdad? Para poder uno llegar a conocer a fondo los Misterios de la Vida y de la Muerte, se necesita indispensablemente des­pertar. Es posible despertar si uno se lo propone; mas no es posible despertar si la Concien­cia continúa embotellada entre todos esos Yoes.

Vivimos dentro de un mecanismo bastante complicado; la vida se ha vuelto profunda­mente mecanicista, en un ciento por ciento; la Ley de Recurrencia existe, todo se repite… La vida podríamos compararla con una rueda que está girando incesantemente sobre sí misma: pasan los acontecimientos una y otra vez, siempre repitiéndose; en realidad de verdad, nunca hay una solución final para los problemas; cada cual carga sus problemas, pero la solución final en realidad de verdad no existe, y si hubiera una solución final para los problemas que uno tiene en la vida, esto significaría que la vida no sería vida, sino muerte. Así pues, la solución final no se conoce.

Gira la rueda de la vida, siempre pasan los mismos acontecimientos, repitiéndose en forma más o menos modificada, más o menos alta o baja, pero repitiéndose. Llegar a la solución final, impedir que la repetición de eventos o circunstancias prosiga, es algo más que impo­sible. Entonces, lo único que tenemos nosotros que aprender es saber cómo vamos a reaccionar frente a las diversas circunstancias de la vida.

Si reaccionamos siempre en la misma forma, si siempre reaccionamos con violencia, si siempre reaccionamos con lujuria, si siempre reaccionamos con codicia frente a los diversos he­chos que se repiten una y otra vez en cada exis­tencia, pues no cambiaremos nunca, porque los acontecimientos que ustedes están viviendo actualmente, ya los vivieron en la pasada exis­tencia.

Esto significa que por ejemplo, si ahora es­tán ustedes sentados, escuchándome (no sería aquí mismo, en esta casa, pero sí en cualquier otro lugar de la ciudad), también estuvieron sentados, escuchándome, en la pasada existen­cia, y yo estuve hablándoles; es decir, siempre esta rueda de la vida está girando, y los acontecimientos que van pasando son siempre los mismos. Así pues, es imposible impedir que los acontecimientos dejen de repetirse; lo único que podemos hacer es cambiar nuestra actitud hacia los acontecimientos de la vida.

Si nosotros aprendemos a no reaccio­nar ante ningún impacto proveniente del mundo exterior; si aprendemos a ser serenos, apacibles, entonces sucederá que podremos evi­tar que los acontecimientos produzcan en noso­tros los mismos resultados.

A fin de que comprendan mejor mis pala­bras, vamos a relatar un acontecimiento que cité en mi libro titulado «El Misterio del Aureo Florecer», sobre aquella existencia en la cual, me llamé Juan Conrado, Tercer Gran Señor de la Provincia de Granada, en la anti­gua España de la época de la Inquisición, cuan­do el Inquisidor Torquemada hacia desastres en toda Europa, y quemaba viva a la gente en la hoguera. Ciertamente, yo había llegado a él con el propósito de pedir una amonestación cristiana para alguien; tratábase de un Conde que me zahería constantemente con sus palabras, que hacía mofa de mí, etc.

En aquella época andaba yo de Bodhi­sattva caído, y por cierto que no era una man­sa oveja; el Ego estaba bien vivo, pero yo que­ría evitar un nuevo duelo, no por temor, sino porque ya estaba cansado de tantos duelos, pues tenía fama de ser un gran espadachín.

Me llegué muy temprano a las puertas del Palacio de la Inquisición; un fraile, un «monje azul» que estaba a la puerta, me dice: «¡Qué milagro de verle a usted por aquí, señor Mar­qués». «Muchas gracias, su Reverencia», le dije; «vengo a solicitar una audiencia con el Señor Inquisidor, Monseñor Tomás de Torque­mada». «¡Imposible!, dijo; hoy hay mu­chas audiencias; sin embargo, voy a tratar de conseguir para usted la audiencia». «Muchas gracias, su Reverencia», le dije, por adaptarme, naturalmente, a todos los convenios de aquella época (en realidad de verdad tenía uno que adaptarse, porque de lo contrario se le ponía la cosa grave).

En todo caso, el «monje azul» desapareció como por encanto; yo aguardé pacientemente a que regresara. Al fin regresó; ya de regreso, me dice: «Está concedida para usted la au­diencia, señor Marqués; puede pasar».

Pasé, atravesé un patio y un gran salón que estaba en tinieblas; pasé a otro salón que esta­ba también en profundas tinieblas, y por último a un tercer salón que estaba iluminado por una lámpara; la lámpara se hallaba sobre una mesa, y ante la mesa estaba sentado el Inquisidor, Don Tomás de Torquemada… ¡Nada menos que el Gran Inquisidor!; un ser, pues, cruel. Sobre su pecho llevaba una gran cruz; se encontraba en un estado aparentemente beatifico, con las manos puestas sobre el pecho.

Al verlo, yo no hice otra cosa que saludarlo con todas las reverencias de la época. Me dijo: «Siéntese usted, señor Marqués, ¿qué le trae por aquí?» Entonces le dije: «Vengo a solici­tar una amonestación cristiana para el Conde Don Fulano de tal y tal y tal (con cincuenta mil nombres y apellidos), que lanza sus sátiras contra mí, se mofa, se burla, y yo no tengo ganas de otro duelo más; quiero evitar un nuevo duelo»…

«¡Oh, no se preocupe usted, señor Marqués», me respondió; «ya tenemos muchas quejas contra ese condecito, aquí en la Casa Inquisitorial; vamos a hacerlo aprehender, lo llevaremos a la torre del martirio, le meteremos los pies entre carbones encendidos, para quemarle bien los pies, para que sufra; le levantaremos las uñas de las manos, le echaremos plomo derretido en las uñas, lo torturaremos, y después lo llevaremos a la plaza pública y lo quemaremos vivo»…

Bueno, yo no había pensado ir tan lejos; únicamente iba a pedir una amonestación cristiana. Claro, quedé perplejo al escuchar a Torquemada hablando en esa forma, con las manos puestas sobre el pecho, en una actitud beatifica.

Aquello me causó horror; no pude menos que manifestar mi descontento, y le dije: «¡Usted es un perverso; yo no he venido a pedirle que queme vivo a nadie, ni que venga usted a torturar a nadie; únicamente he venido a pedirle una amonestación cristiana, y eso es todo; ahora se dará cuenta usted, por qué no estoy de acuerdo con su secta!». En fin, pronuncié otras tantas palabras, lan­cé algunos tantos gritos que por ahora me re­servo, en un lenguaje un poquito altisonante, motivo más que suficiente como para que aquel alto dignatario de la Inquisición me dijera:

¿Con qué esas tenemos, señor Marqués? Hizo sonar una campana y aparecieron unos cuantos Caballeros, armados hasta los dientes. Se levantó airoso y ordenó a los Caballeros aquellos diciendo: «¡Prended a ese hombre!»… «¡Un momento, Caballeros (les dije); recordad las reglas de la Caballería!». (En aquella época las reglas de la Caballería eran respetabilísimas para todo el mundo). «¡Dadme una espada y me batiré con cada uno de vosotros!» Un Caballero me entrega la es­pada (yo la recibo); luego da un paso hacia atrás y me dice: «¡En guardia!» Le respondí: «¡Siempre estoy!» Y nos trabamos en dura lid. No se oían sino los golpes de las espadas; pare­cía que esas espadas, al golpearse una contra otra, lanzaran chispas.

Aquel Caballero era muy hábil en la esgrima, pues manejaba las armas a la maravilla, pero yo tampoco era una mansa oveja; ¡claro está que no! Total, que el duelo fue muy bravo; sólo me faltaba hacer uso de mi mejor estocada para salir victorioso, pero los otros Caballeros que estaban viendo el asunto, se dieron cuenta que su compañero «se iba derecho al Panteón», y claro, me cayeron en pandilla, me atacaron con una furia terrible, y eran muchos. Me defendí como pude, saltaba sobre las me­sas, utilizaba los muebles como escudo; en fin, hice maravillas para tratar de sobrevivir, para defenderme, mas llegó un momento en que el brazo derecho se cansó, ya no podía con el peso de la espada, y dije:

Han ganado ustedes por sorpresa, porque me han caído en pandilla, eso no es de Caballeros; si queréis la espada, aquí está»… Entonces el señor Inquisidor ordenó: «¡A la hoguera!», y en fin, no fue difícil quemarme vivo. Allí tenían un poco de leña, al pie de un poste de acero; me encadenaron a aquel poste, prendieron fuego a la leña, y a los pocos segun­dos estaba yo allí, ardiendo, como tea encendi­da. Sentí un gran dolor, veía cómo mi cuerpo físico se quemaba, hasta quedar reducido todo a cenizas; sentí que aquel dolor supremo se convertía en felicidad; entendí que más allá del dolor, mucho más allá del dolor, existe la felicidad.

El dolor humano, por muy grave que sea, tiene un límite; una lluvia bienhechora comen­zó a caer sobre mi cabeza; sentí que me alivia­ba, di un paso y vi que podía dar otro; total, salí de aquel Palacio caminando despacito, des­pacito, y era que ya había desencarnado; mi cuerpo físico pereció en la hoguera de la Inquisición.

Hoy, por ejemplo, al repetirse un evento de esos en mi vida, estoy seguro que ya no iría a una hoguera, ni a un paredón, ni a algo pare­cido, o por el estilo. ¿Por qué? Porque al no tener ya esos Yoes de la ira, de la impaciencia, escucharía al Inquisidor serenamente, im­pasiblemente; comprendería el estado en que él se encuentra, guardaría un silencio total, ninguna reacción saldría de mí. Como resultado, no pasaría nada, eso es cla­ro; podría salir tranquilo, sin problemas. De manera que los problemas, en realidad de verdad, los forma el Ego.

Si en aquella ocasión yo no hubiera reaccionado en esa forma contra el «Santo Oficio» (como así se le llamaba), contra la Inquisición, contra el «monje azul», etc., etc., etc., pues es obvio que no habría desencar­nado en esa forma. Esto no significa cobardía, sino que sencillamente, habría permanecido sereno, impasible; luego habría dado la espal­da y me habría retirado sin problemas. Desgraciadamente tenía un Ego muy desa­rrollado, y esos son los problemas que forma el Ego. Cuando uno no tiene Ego, esos problemas no suceden; puede que la circunstancia se repita, pero ya no sucede igual, y no vienen esos problemas.

 La cruda realidad de los hechos es que los eventos pueden estarse repitiendo, pero lo que nosotros tenemos que hacer es modificar nues­tra actitud hacia los eventos; si nuestra actitud es negativa, nos crearemos gravísimos proble­mas; eso es obvio. Necesitamos cambiar nuestra actitud hacia la existencia, pero uno no puede cambiar su actitud hacia la vida, si no elimina aquellos elementos perjudiciales que lleva en la psiquis.

La ira, por ejemplo, ¿cuántos problemas le trae a uno? La lujuria, ¿cuántos problemas le trae a uno la lujuria? Los celos, ¿cuan nefastos son? La envidia, ¿cuántos inconvenientes le proporcionan a uno? Uno tiene que cambiar su actitud frente a las distintas circunstancias de la vida: éstas se repiten con uno o sin uno, pero se repiten; lo importante es que uno cam­bie su actitud hacia las distintas circunstancias de la vida; es decir, necesitamos autoconocernos profundamente: sí nos autoconocemos, des­cubrimos nuestros errores, y si los descubrimos, los eliminamos, y si los eliminamos, desperta­mos, y si despertamos, venimos a conocer los Misterios de la Vida y de la Muerte, venimos a experimentar eso que no es del tiempo, eso que es la verdad.

Pero mientras nosotros continuemos con la Conciencia embotellada entre el Ego, entre el Yo o entre los Yoes, obviamente no sabre­mos nada de los Misterios de la Vida y de la Muerte, no podremos así experimentar lo real, viviremos en la ignorancia. Se hace, pues, urgente e inaplazable cumplir con la máxima de Tales de Mileto: «Nosce Te Ipsum» (conócete a ti mismo). Todas las leyes de la Naturaleza están dentro de uno mismo; si uno no las descubre dentro de sí mismo, tampoco las puede descubrir fuera de sí mismo.

Así pues, dentro de uno está el Universo («el hombre está contenido en el Universo y el Universo está contenido en el hombre»); si no descubrimos al Universo dentro de sí mismos, no lo podremos descubrir fuera de nosotros mismos; eso es obvio. Existen en nosotros po­sibilidades extraordinarias, pero ante todo debemos partir del principio «Nosce Te Ip­sum»…

La falsa personalidad, por ejem­plo, es óbice para la verdadera felicidad; todo ser humano tiene una falsa personalidad que está formada por el engreimiento, por la vanidad, por el orgullo, por el temor, por el egoísmo, por la ira, por la autoimportancia, por el autosentimentalismo, etc.

La falsa persona­lidad es verdaderamente problemática, porque está dominada por ese tipo de Yoes que he enumerado; mientras uno posea la falsa per­sonalidad, en modo alguno podrá conocer la real felicidad, ¿cómo la conocería? Si uno quiere ser feliz, y todos tenemos dere­cho a la felicidad, tiene que empezar por elimi­nar la falsa personalidad; pero para eliminar la falsa personalidad, tiene uno que eliminar los Yoes que la caracterizan, los que he enu­merado. Eliminados esos Yoes, entonces todo cambia: se crea en nuestra Conciencia un centro de gravedad continuo, y deviene un estado de felicidad extraordinaria. Debemos tener en cuenta todo esto, si es que realmente anhelamos ser felices algún día.

Incuestionablemente, lo más importante en la vida práctica, viene a ser precisamente cris­talizar, en la humana personalidad, eso que se llama «Alma». ¿Qué es lo que se entiende por Alma? Todo ese conjunto de poderes, fuerzas, virtudes, facultades, etc., del Ser.

Si uno elimina por ejemplo el defecto o el Yo de la ira, en su reemplazo cristalizará, en nuestra humana persona, la virtud de la sere­nidad; si uno elimina el defecto del egoísmo, en su reemplazo, en nuestra humana persona cristaliza la virtud maravillosa del altruismo; si uno elimina el defecto de la lujuria, en su reemplazo cristaliza en nuestra persona la vir­tud extraordinaria de la castidad; si uno eli­mina de su naturaleza íntima el odio, en su reemplazo cristalizará en nuestra personalidad el amor; si uno elimina el defecto de la envidia, en su reemplazo cristalizará, en la humana personalidad, la alegría por el bien ajeno, la filantropía, etc.

Así que, es necesario comprender que hay que eliminar los elementos indeseables de nuestra psiquis, para cristalizar en nuestra hu­mana persona eso que se llama Alma: un conjunto de fuerzas, de atributos, de virtudes, de poderes anímicos, etc. Sin embargo, he de decir que no todo es intelecto; el intelecto es útil cuando está al servicio del Espíritu, pero no todo es intelecto.

Incuestionablemente, debemos pasar por grandes crisis emocionales, si es que queremos nosotros cristalizar Alma en sí mismos.

Si «el agua no hierve a cien grados», no cristaliza lo que hay que cristalizar y no se elimina lo que se debe eliminar; así también, si no pasamos previamente por graves crisis emocionales, no cristalizará en nosotros eso que se llama Alma, no se eliminará eso que se debe eliminar. Así ha sido siempre; cuando el Alma cristaliza completamente en uno mismo, hasta el cuerpo físico se convierte en Alma.

Jesús de Nazaret, el Gran Kabir, habló claro sobre esto y dijo: «En paciencia poseeréis vuestras Almas». Las gentes no poseen su Alma, el Alma los posee; el Alma de cada per­sona sufre, cargando con un fardo abrumador: la personalidad. Poseer Alma es algo muy distinto, pero escrito está que «en paciencia poseeréis vuestras Almas».

Hay Yoes muy difíciles de eliminar, defectos terribles, Yoes que están en relación con la Ley del Karma; cuando se llega a eso, parece como si nos detuviéramos en el avance, y obviamente que sí nos detenemos. Mas con infinita paciencia, al fin se consigue la elimi­nación de esos Yoes. La paciencia y la sere­nidad son facultades extraordinarias o virtu­des magníficas, necesarias para avanzar por este camino de la transformación radical. En mi libro «Las Tres Montañas» hablo precisamente de la paciencia y de la serenidad.

Un día, estando en un Monasterio, un grupo de hermanos aguardábamos impacientemente al Abad, al Hierofante; mas éste tardaba, pasa­ban las horas y éste tardaba, todos estaban preocupados. Habían allí algunos Maestros, muy respetabilísimos, pero llenos de impacien­cia. Paseaban por el salón, iban y venían, se jalaban el cabello, se jalaban las barbas, impa­cientes; yo permanecía sereno, tranquilo, pa­cientemente aguardaba: únicamente me causaba curiosidad estos hermanitos impacientes.

Al fin, después de varias horas se presentó el Maestro, y dirigiéndose a todos les dijo: «A ustedes les faltan dos virtudes que este her­mano tiene» y me señaló a mí. Luego, diri­giéndose a mí, me dijo: «Dígale usted, her­mano, cuáles son esas dos virtudes». Entonces yo me puse de pie y dije: «Hay que saber ser pacientes, hay que saber ser serenos»…

Todos quedaron perplejos; enseguida el Maestro trajo una naranja, que es símbolo de esperanza, y me la entregó aprobándome, quedé aprobado para entrar a la Segunda Mon­taña, que es la de la Resurrección; los otros, los impacientes, quedaron aplazados. Se me citó después en otro Monasterio, para firmar algunos papeles que tenía que firmar, y así lo hice; más tarde concurrí a ese Monasterio, fir­mé los papeles y se me entregaron ciertas instrucciones esotéricas; se me admitió en los es­tudios de la Segunda Montaña, y aquellos compañeros a estas horas, todavía están lu­chando por lograr la paciencia y la serenidad, pues no la tienen.

Vean ustedes lo importante que es ser pa­ciente y ser sereno. Así, cuando uno está trabajando en la disolución del Yo, y por nada de la vida consigue disolverlo porque se ha vuelto muy difícil (pues hay Yoes así, que se relacionan con el Karma), no le queda a uno más remedio que multiplicar la paciencia y la serenidad, hasta triunfar. Pero muchos son impacientes, quieren eliminar tal o cual Yo de inmediato, sin pagar el precio correspon­diente, y eso es absurdo. En el trabajo sobre uno mismo, es necesario multiplicar la pacien­cia hasta el infinito, y la serenidad hasta el colmo de los colmos; quien no sabe tener pacien­cia, quien no sabe ser sereno, fracasa en el camino esotérico.

Obsérvense ustedes en la vida práctica: ¿son pacientes, saben permanecer serenos en el mo­mento preciso? Si no tienen esas dos virtudes, pues hay que trabajar para conseguirlas. ¿Cómo? Eliminando los Yoes de la impa­ciencia y eliminando los Yoes de la falta de serenidad (el enojo, los Yoes del enojo, son los que no permiten la serenidad).

¿Qué es lo que buscamos nosotros a la larga con todo esto? Cambiar, pero cambiar total­mente, porque así como estamos, incuestionablemente lo único que hacemos es sufrir, amargarnos la vida. También cualquiera puede hacernos sufrir a nosotros, basta que nos to­quen una fibra del corazón para que ya estemos sufriendo. Si nos dicen una palabra dura, su­frimos; si nos dan unas palmaditas en el hom­bro y nos dicen unas palabras dulces, nos alegramos; así somos de débiles: no tenemos po­der sobre nuestros procesos psicológicos, cual­quiera puede manejar nuestra psiquis.

¿Quieren ver ustedes a una persona enojada? Díganle una palabra dura y la verán enojada, y si quieren verla contenta, denle una palmadita en el hombro, díganle unas palabras dulces y ya cambiará, ya estará contenta. ¡Qué fácil es, cualquiera juega con la psiquis de los demás; qué débiles son estas criaturas!

Se trata, pues, de cambiar, de que todo esto que tenemos nosotros de débiles sea eliminado; hasta nuestra misma identidad personal debe perderse para nosotros mismos. Esto quiere decir que el cambio debe ser tan radical, que hasta nuestra misma identidad personal (yo soy fulano de tal, etc.) debe perderse para sí mismos; llegará el día en que no encontraremos nuestra misma identidad personal. Si se trata de convertirnos en algo distinto, en algo diferente, obviamente hasta la misma identidad personal debe perderse.

Necesitamos convertirnos en criaturas distintas, en criaturas felices, en seres dichosos, pues tenemos derecho a la felicidad; pero si no nos esforzamos, ¿cómo vamos a cambiar, de qué manera? ¡He allí lo grave!

Lo más importante es no identificarse con las circunstancias de la existencia. La vida es como una película, y es de hecho una película que tiene un principio y tiene un fin; distintas escenas van pasando por la pantalla de la mente, y el error más grave de nosotros consiste en identificamos con esas escenas. ¿Por qué? Porque pasan, sencillamente por­que pasan; son escenas de una gran película, y al fin pasan… Afortunadamente, en el camino de mi vida acepté siempre eso como lema:

No identificarse uno con las diferentes circunstancias de la vida. Me vienen a la memoria, dijéramos, casos de la niñez. Como quiera que mis padres te­rrenales se habían divorciado, nos tocaba a nosotros, los hermanos de una gran familia, sufrir. Habíamos quedado con el jefe de la familia y se nos prohibía visitar a nuestra ma­dre terrenal; sin embargo, nosotros no éramos tan ingratos como para poder olvidarla.

Me escapaba siempre de mi casa con un her­manito menor que me seguía; íbamos a visi­tarla y luego regresábamos a casa, mas mi hermanito sufría mucho, pues al regreso se cansaba porque era muy pequeño, y yo tenía que llevarlo entonces sobre mis espaldas, (¡qué tan pequeño estaría!), y lloraba él amargamente y decía: «Ahora, al regresar a casa, papá nos va a azotar, nos va a dar de azotes y de palos». Yo le respondía diciéndole: «Todo pasa, acuér­date que todo pasa»…

Cuando llegábamos a la casa, ciertamente nos aguardaba nuestro padre terrenal, lleno de grande ira, y nos daba de latigazos. Posteriormente nos internábamos en nuestra recámara a dormir; pero ya al acostarnos, le decía yo a mi hermano: «¿Te fijas?, ya pasó; ¿te convenciste de que todo eso ya pasó?» Un día de esos tantos, nuestro padre alcanzó a oír cuando yo le decía a mi hermano:

«Todo pasa, eso ya pasó» y claro, mi padre que era bastante iracundo, empuñó de nuevo el látigo terrible que traía, y penetró en la recámara de nosotros diciendo: «¿Con que todo pasa, sinvergüenzas?», y luego otra azotaina mas terrible nos dio, retirándose después, al parecer muy tranquilo por habernos azotado. Ya que él se retiró, un poco más quedito le dije a mi hermano: «¿Te fi­jas?, eso también ya pasó»…

Es decir, nunca me identificaba con esas escenas; tomé como lema en la vida jamás identificarme con las circunstancias, con los eventos, con los acontecimientos, pues sé que esos acontecimientos, que esas escenas van pa­sando. ¡Tanto que uno se preocupa porque tiene un problemazo, que no sabe cómo resolver!, y después ya pasa y viene otra escena com­pletamente distinta; entonces, ¿para qué se preocupó? Si tenía que pasar, ¿con qué objeto se preocupó?

Cuando uno se identifica con los distintos eventos de la vida, comete muchos errores. Si uno se identifica con una copa de licor que le están ofreciendo un grupo de amigos embriagados, pues termina borracho; si uno se identifica con una persona del sexo opuesto en un momento dado, resulta fornicando, y si uno se identifica con un insultador que lo está hirien­do a uno con sus palabras, resulta también in­sultando…

¿A ustedes les parece muy cuerdo que nosotros, que somos gentes aparentemente serias, resultáramos insultando? ¿Ustedes creen que eso estaría bien? Si uno se identifica con una escena, por ejemplo de sentimentalismo llorón, donde todos están llorando amargamente, pues uno resulta también con sus «buenas lagrimitas». ¿Ustedes creen que eso estaría correcto, que otros nos pongan a llorar así, porque «les dio la gana»? Esto que les estoy diciendo es indispensable, si es que ustedes quieren autodescubrirse; es indispensable porque si uno se identifica comple­tamente con una escena, quiere decir que se ha olvidado de sí mismo, se ha olvidado del trabajo que está haciendo, y entonces está perdiendo el tiempo miserablemente.

Las gentes se olvidan completamente de sí mismas, se olvidan de su propio Ser Inte­rior profundo: por eso se identifican con las circunstancias. Normalmente las gentes andan dormidas por eso: porque están identi­ficadas con las circunstancias que las rodean, y cada cual tiene su cancioncita psicológica, como dije por allí, en mi libro «Psicología Re­volucionaria».

De pronto se encuentra uno a alguien que le dice: «Yo, en la vida, tuve que hacer esto y esto y esto; me robaron, fui un hombre rico, tuve dinero y me estafaron; un fulano de tal fue el malvado que me estafó» (total, canta su canción psicológica). Diez años más tarde se encuentra uno a ese mismo sujeto, y vuelve a cantarle su misma canción; veinte años después se lo encuentra uno y vuelve a cantarle su misma canción; esa es su canción psicológica: quedó identi­ficado con ese evento para el resto de su vida, y en esas circunstancias, ¿cómo va uno a disolver el Ego, de qué manera, si lo está fortificando? Al identificarse así, lo fortifica, fortifica a los Yoes.

Si uno se identifica con una trifulca, resulta también dando puñetazos. Me viene a la memoria el caso de un boxeador, de un cam­peón peleando contra otro en los Estados Uni­dos; al final todos los espectadores terminaron dándose golpes unos contra otros, perfectamen­te locos; todos dándose puñetazos, unos contra todos, todos resultaron boxeadores. Observen ustedes lo que es la identificación. He visto de pronto a una dama, mirando una película donde los actores lloran. Bueno, llo­ran fingiendo, claro está, pero aquella dama que está contemplando la película, resulta llo­rando también, con una angustia espantosa.

Vean ustedes lo que es la identificación: ¿Qué ha hecho esa pobre mujer? Que se ha identifi­cado con esa película; se ha creado, al identifi­carse con el héroe de la película, o con la heroína, un nuevo Yo; ha creado dentro de sí misma a ese nuevo Yo que le ha robado parte de su Conciencia; de manera que esa persona, si estaba dormida, ahora sigue más dor­mida. ¿Por qué? Por la identificación; eso es obvio.

Me viene a la memoria, en estos momentos, un caso insólito. En cierta ocasión se me ocu­rrió ir a un cine, hace muchísimos años. La película era muy romántica; allí aparecía una pareja de enamorados que se querían y se ado­raban. Bueno, y yo muy interesado en ver al par de enamorados: esas poses, esas palabras; qué miradas, qué cosas, y yo encantado mirándolos… Al fin terminó la tal película esa, y muy tranquilo me fui para la casa. Ya estando en casa, sentí sueño; me acosté y entonces esa noche fui a dar al Mundo de la Mente; allí me encontré una mujer como aquella que yo había admirado en la película; estaba «hasta guapita», estaba frente a mí tal mujer.

Me senté con ella en una mesa para tomar al­gunos refrescos, y entonces vinieron las dulces palabras, muy semejantes a las de la película por cierto. Conclusión: no llegué hasta la có­pula química ni nada por el estilo, pero no fal­taron los besos, los abrazos, las caricias, las ter­nuras y cincuenta mil cosas por el estilo. Les estoy narrando una historia sucedida hace veinte años; no es de ahora, porque ahora no voy a los cines, pero en aquella época sí iba a algún cine; me parecía que era una diversión muy sana (así creía yo). Ya al llegar al Mun­do Astral, me encontré dentro de un gran Templo, y pude verificar que un Maestro me había estado analizando; claro, en mi interior me dije: «¡metí la pata!» Me retiré unos cuantos pasos, para aguardar o ver qué sucedía, y de pronto el Maestro aquel me envía un papel con el Guardián del Templo. El Guardián me lo entregó; leí el papel que decía:

«Retírese usted inmediatamente de este Templo, pero con ‘INRI'» (con «INRI» es conservando el fuego, puesto que no había propiamente fornicado, no pasaba de las ternuras). Total que entonces dije yo: «Ni mo­do, esto está muy grave»… Muy despacio salí, avancé por el corredor de la nave central, y antes de salir fuera del Templo, en el recli­natorio me arrodillé humildemente, pidiendo compasión, pidiendo que tuvieran un poquito de piedad con mi insignificante persona, que sí había estado «metiendo la pata».

Así estaba yo, en mis plegarias y oraciones, cuando de pronto viene el Guardián nuevamente hacia mí, y me dice, ya en forma más terri­ble: «¡Se le ha ordenado a usted que se reti­re!» Cuando le dije que quería yo hablar con el Maestro para exponerle mis razones, entonces me respondió: «El Maestro ahora está, ocu­pado; está examinando otras Efigies del Mundo Mental»…

Allí fue cuando vine a darme cuenta con lo que yo había estado, era una Efigie mental creada por mí mismo, la había creado en pleno cine: esa Efigie había tomado vida propia en el Mundo Mental, era una mujer exactamente igual a la actriz que había visto en la película. Total, en mi pobre mente la había reprodu­cido, y ahora en el Mundo de la Mente, me había encontrado cara a cara con la tal Efigie creada por mí mismo… El Maestro con­tinuaba examinando otras Efigies de otros Iniciados; no me quedó más remedio que salir del Templo. Volví a mi cuerpo físico; durante todo el día siguiente estuve muy triste, lamen­tando haber ido al cine. «¡Qué metida de pata, dije; no he debido haber ido!; vean a lo que fui yo: a crear una Efigie mental!» Pedí perdón cincuenta millones de veces al Cristo, al Cristo Intimo; porque dije: «El es el único que podrá perdonarme este metidón de pata».

A la noche siguiente pedí de todo corazón que «me repitieran la prueba, que me sentía capaz de salir victorioso; no más ternuras ni más caricias para esa Efigie mental, etc.» Y ciertamente, me concedieron la repetición de la prueba; me llevaron en Cuerpo Mental al mismo lugar, a la misma mesa; volví a encon­trarme otra vez con la dama de los ensueños, la actriz que había visto en la pantalla. Ya iban a empezar las ternuras nuevamente, y me acordé de la cuestión. Inmediatamente desenvainé la espada flamígera y dije: «¡Conmigo tú no puedes; tú no eres más que una forma mental creada por mi propia men­te!» Y allí mismo hice uso de la espada flamígera  y volví pedazos esa Efigie mental, la volví polvo…

Pasado eso, en­tonces fui nuevamente llamado al Templo Astral, y entré al Templo Astral, esta vez victorio­so, triunfante; me recibieron con mucha mú­sica, mucha fiesta; nuevamente, después, vinieron las instrucciones, diciéndoseme «que no volviera a los cines, porque podía perder la espada»… Me llevaron, en Astral, a mostrarme lo que son los cines, que están llenos de Efigies mentales, las Efigies que dejan los espectadores. Todo lo que uno está viendo allí, en pantalla, sobre todo cuando es morboso, se reproduce en la mente de las gentes: las mis­mas figuras, las mismas formas; los que salen, dejan multitud de formas mentales en esos antros de la magia negra.

Conclusión: se me dijo que «en vez de estar yendo a los cines, repasara mis existencias anteriores, que es más útil que estar yendo a esos cines»… Yo cumplí la orden, y es claro que dejé de ir a los cines. Pero, ¿qué fue lo que me perjudicó? Pues haberme identificado con aquella película que estaban dando; me pareció tan hermosa la dama aquella, en aquella época, que yo mismo llegué a sentirme un ga­lán, no el de la pantalla, sino yo. Resultado: Fracaso… Esto sucedió hace veinte años, o pongan veintidós, pero no se me ha olvidado.

Uno nunca debe identificarse con nada de lo que vea en la vida; las circunstancias, los eventos desagradables, pasan, todo pasa. Deben aprovecharse las circunstancias para estu­diarse, para observarse uno a sí mismo; en vez de estar identificados con las circunstancias desagradables, debe estar uno estudiándose a sí mismo: ¿tengo ira, tengo celos, tengo odio?, ¿qué estoy sintiendo en este momento frente a esto que me está sucediendo? Así es como se aprovecha el Yo, sabiendo uno no identificarse, sabiendo sacar partido de todo; no olviden ustedes que las peores adversidades le ofrecen a uno las mejores oportunidades para el autodescubrimiento.

Cuando uno se identifica con las circunstan­cias desagradables, comete errores, se complica la vida y se forman problemas. Todas las gentes están llenas de problemas porque se identifican con lo que les sucede, con lo que les está pasando, con lo que están viviendo; por eso es que están, todos, llenos de problemas. Pero si uno no se identifica con nada de lo que le esté sucediendo, si dice «todo pasa, todo pasa, esta es una escena que pasa» y no se identifica con ella, pues tampoco se complica la vida.

Pero a la gente le encanta complicarse la vida; si alguien les hiere con una palabra dura, reaccionan con violencia. A todos les gusta complicarse la existencia, y mientras se reacciona con violencia, pues peor, porque más dura se pone la cuestión, mas tra­bajoso se vuelve todo. Aprovechemos las circunstancias desagradables de la vida para el autodescubrimiento; así sabremos qué clase de defectos psicológicos poseemos. Tomemos la vida como un gimnasio psicológico; si así procedemos, entonces podremos autodescubrirnos. Hasta aquí mis palabras de esta noche.

V. M. Samael Aun Weor

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